El periodismo basura


El año pasado, aquí, en Argentina, los paparazzi encontraron a una actrizuela bastante popular, casada y embarazada, a los arrumacos con su amante, economista y ex-funcionario del gobierno. Los programas televisivos de chimentos, de la tarde, se ocuparon del caso durante semanas, sostenida y exhaustivamente, hasta que ocurrió lo que era muy probable pasara, la chica perdió el embarazo. Entonces, inmediatamente los canales dejaron de prestar atención a la noticia, a la supuesta noticia.
Nunca se dijo debido a qué la mujer perdió a su bebé, quizás si no hubiera ocurrido el incidente, la pérdida se hubiera provocado igual; la cuestión es que nunca se volvió sobre el tema; se echó un manto de olvido, o de “piedad”, como quien dice.
En las últimas décadas se han televisado desde peleas, hasta desmayos y accidentes y pre-infartos, de gente que luego se ha sabido, ha muerto detrás de las cámaras. Falta muy poco para que se televise un asesinato; en Argentina, ya hemos podido ver un suicidio.
Bueno, el caso más emblemático a nivel internacional, de esto que hablamos, fue la muerte de Lady Diana Spencer, en un accidente automovilístico en París, cuando ella y su pareja estaban siendo asediados por los paparazzis.
En Argentina, al menos, no sé en otros países, los informativos de TV musicalizan los informes. Por ejemplo, los videos correspondientes a un asesinato o a un terremoto, o a un atentado, pueden llevar de banda sonora el tema central de la película Cabo de Miedo.
Hace unos años esto no ocurría; la gente miraba noticieros para informarse, y parecía obvio. Entonces, uno puede preguntarse, ¿a quién se le ocurrió que las noticias de TV deben llevar música, deben ser dramatizadas?; nosotros, los televidentes, ¿miramos televisión y noticieros por algo más que para estar informados?.
La novela Pop-Corn, del británico Ben Elton, trata de este tema. En su historia narra que un psicópata toma de rehén a una familia en su casa, y llama a los medios para que envíen sus cámaras. El país entero se engancha con la noticia, y entonces, cuando el criminal se asegura de estar teniendo la mayor posición en la medición del rating, anuncia que si todo el mundo no apaga sus televisores (si el rating no desciende a cero), él va a matar a todos de aquella familia. El punto es: ¿Qué tan morbosos son, de preferir no ver y salvar estas vidas, o preferir ver cómo los matan? (obvio, no les cuento el final de la novela).

Pero volviendo al tema del periodismo de chimentos –aquel que otrora diera en llamarse, prensa “del corazón” – aquí en Argentina, al menos, se jactan y se defienden de las críticas, diciendo y declarándose: 1º) ser prensa, periodismo, periodistas. 2º) ser periodistas especializados en temas de espectáculos.
En realidad, el periodismo de espectáculos es aquel que se aboca a la crítica y tratamiento de espectáculos artísticos, teatrales, cinematográficos, de ficción televisiva, etc., y no debiera ser que se centraran en el tratamiento miserable sobre los pormenores en la vida de personas, sean estos artistas, deportistas, o quien gozara de una mediana popularidad.
Luego, que el periodista y el periodismo son otra cosa. Es una falta de respeto el asunto de este tema, a quienes incluso han perdido la vida en la cobertura de una nota, por ejemplo, cuando ésta se ha dado en escenarios bélicos, y sin ir tan lejos, a aquellos que a través de investigaciones personales, del compromiso con la labor, a la docencia, han elevado a la disciplina a la categoría de una ciencia.
No, estos seres que con actitud carroñera sacan sus beneficios de entre la podredumbre y los desperdicios, incluso parece gustarles la labor que realizan, sentir vocación de ello;  no lo hacen por necesidad, tampoco parecen tener las mínimas capacidades necesarias para la concreción de un periodismo en serio, y ensalzan incluso y enarbolan la tan mentada “libertad de expresión”, acompañados en la pantalla por videographs con faltas ortográficas, cuando no de sintaxis.
Habrá entonces que empezar a pensar qué pasa en las escuelas de periodismo, que terminan por darles títulos a personajes tan despreciables, tan obtusos, tan precarios en su formación, que apenas si saben sostener un micrófono en la mano.
También como tele-espectadores deberíamos saber elegir la calidad de productos que queremos consumir, y que también queremos que consuman nuestros hijos.
Un punto de rating equivale a 100.000 personas, al menos en Argentina. Un punto de rating es un rotundo fracaso en una sola emisión televisiva, pero sería un éxito impensable de alcanzar en una temporada teatral, en el mayor de los casos. Solemos no ver programas, “porque no los ve nadie”; ningún programa en cartel tiene menos de un punto de rating.
Como siempre, la modificación de este mundo en que vivimos, algunos de sus rasgos, pero no menos importantes (de esos que como por efecto dominó podrían producir otros cambios) están al alcance de nuestra mano, a un simple click en este caso, en el comando remoto, pero por lo general preferimos echarles la culpa de nuestra suerte a los gobernantes.


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