13-9: El día que el gorilaje volvió a las calles



Una de las peores consecuencias de la monopolización de los medios de información es la sensación de absoluto que se crea a través de las versiones de la realidad que profesan. En una ciudad de por sí ruidosa como es Buenos Aires, si se ametralla permanentemente desde la TV, radio y periódicos, con la nueva de que hay, ahora, ya, “caos en la ciudad”, dicho y repetido hasta convertir la frase en un slogan, no es difícil que el receptor termine por convencerse de que realmente la urbe se ha convertido en un infierno, máxime cuando nos han educado para no dudar de los medios ni de los noticieros, esas cosas que fueron creadas para enterarnos de la verdad.
De la misma manera ocurre con el tema de la inseguridad, comenzás a echarle siete llaves a la puerta de tu casa, aunque en tu barrio los robos sean nada más que eventuales, incluso casi inexistentes, cuando insistentemente se te dice que la ola de asaltos y crímenes crece en el día a día, hora a hora, a ritmo vertiginoso y alarmante.
Lo mismo acerca de la “crispación” y el hartazgo de un pueblo para con su gobierno, porque los medios de difusión no tendrán empacho, incluso, en informarte acerca de lo que vos estás pensando y sintiendo ahora mismo. Tampoco en Argentina tenemos costumbre en estar contentos por las buenas medidas de un gobierno. El territorio es grande y nadie está obligado a tener plena consciencia de lo que ocurre a más de cincuenta kilómetros a la redonda. “La gente odia a Cristina, la gente quiere que se vaya ya”, te dice una mujer por TV, que no por desquiciada puede estar menos en lo cierto. Encima, justo esa mañana tuviste que tomarte un remís y te tocó un chofer que te aseguró “que tienen que volver los militares”.
No sé si les ocurrió a todos. Yo me enteré de cuántos en Argentina apoyábamos a este gobierno el día que murió Néstor Kirchner. Y me enteré por TV, cuando las cámaras dejaron de poder disimular el lleno total de asistentes a la Plaza de Mayo, “como aquella vez”, hubiera dicho Charly García.
Para mí fue un momento bisagra en la historia de nuestro país, de este nuevo milenio. Entonces y por lo dicho, realmente sentí podíamos medir el grado de solidez que habíamos alcanzado en nuestro nuevo último cambio. Porque a los cambios, como ustedes ya saben, los produce la gente, las mayorías.






Convengamos que el pueblo no es sagrado, no al menos de santidad, de verdad inmanente, algo a lo que demagógicamente nos han acostumbrado a pensar los poetas y cantores de protesta de los años ’60 y ’70. Los pueblos se equivocan como los individuos, y del mismo modo también se pervierten, al menos a sectores de la sociedad les pasa, a importantes sectores, a veces, por cantidad o calidad.

El peor enemigo de la humanidad –desde siempre– ha sido ese estadio de perversión psicológica –considerado erróneamente como ideología– la derecha. La derecha que se disfraza de democrática, de patriota, de liberal (en el buen sentido de la palabra), de libertaria, para esconder sus verdaderos intereses, que son privados y mezquinos, llegado el caso también criminales.
La derecha se caracteriza también por negar la realidad, si ésta no le conviene. La tergiversan y tienen el poder económico necesario para efectivizar sus elucubraciones especulativas, para volver realidad lo que no pasa.

Ayer, jueves 13 de septiembre, la parte indignada de la sociedad argentina tomó las calles, en Buenos Aires, Córdoba y Rosario, a puro golpe de cacerola, indignados, con consignas tan variopintas como “en Barrio Norte también tenemos hambre”, “que se vaya (Cristina)” o “basta de dictadura K”.
No es la primera vez que ocurre, existen fotos históricas de pancartas de algún partido político (específicamente la UCR) llamando a los militares de la Marina tomen el poder.

En mi artículo anteriormente publicado en este mismo blog, llamo la atención acerca de la labilidad y capacidad de adaptación de la derecha, de cara a los grandes cambios y a la gran crisis que sufre en nuestra actualidad, a nivel mundial.

Leo en las redes, veo una actitud socarrona y despreciativa, de mis “correligionarios” (llamémoslos así) hacia el número e iniciativas del grupo de manifestantes de ayer por la noche. Una actitud que me recuerda a la de muchos que luego fueron caídos, cuando todavía no se había implementado el aparato de terrorismo de estado, por lo que fue la última dictadura cívico-militar.

“Somos el 55 %”, dicen, en relación a los votos obtenidos en las últimas elecciones. A mí no me escapa que un porcentaje de esa cifra estaba anoche conformando esa manifestación.

No puedo evitar pensar en las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, que durante años y más años, lloviera o fuera un día espléndido, en feriados o días laborales, de luto o se jugara en el país un mundial de fútbol, iban cada jueves a reunirse en aquella plaza, en silencio, en tácito reclamo de sus derechos y de denuncia de los crímenes de los que eran víctimas.

Para nosotros, para ese supuesto 55%, las Madres y Abuelas son símbolos sagrados. Quizás debiéramos empezar a rendirles homenaje efectivo imitándolas. Quizás debamos a partir de ahora ir a reunirnos indeclinablemente una vez por semana frente a nuestra Casa de Gobierno, cada provincia en su lugar central, en muestra de apoyo, de consciencia tomada, en muestra de voluntad de no volver ya nunca más al pasado. En muestra de recordar que ya una vez dijimos “nunca más”, y que no queremos contradecirnos. Y para ver realmente cuántos y quiénes somos, de manera efectiva.

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