Sobre anarquismos y spesunicas


Nunca el pasado puede ser mejor que el presente, porque por definición el presente es promesa de cambio, de posibilidad de evolución, de mejoramiento, mientras que el pasado es lo que es, inalterable.
Por eso a los regalos les llamamos “presentes”, mientras todavía se hallan envueltos, luego de desenvolverlos ya pasan a ser pertenencias, intimando de a poco con nuestro más flamante pasado.
Un ser humano se define por sus acciones más que nada, las que conforman su pasado, su presente, y también, por qué no, su futuro. Luego, toda persona tiene un eje sobre o alrededor del cual gravita, que a opción puede estar más o menos centrado en su pasado, su presente o su futuro, de lo que resultará sea un tipo nostálgico, pragmático o realista, o visionario.
Particularmente, yo prefiero, decido, gravitar sobre (en) mi presente.
El espíritu en la adolescencia de los de mi generación era declaradamente (es decir, de labios para afuera) antisistema y tirabombas, seguramente insuflado por esos otros espíritus, mucho más elaborados, los de los poetas, los del rock argentino y el de la obra The Wall, de Roger Waters. Todos los sábados me iba yo con un amigo al Select Lavalle a ver la película, a cantar “we don’t need education”, para cada lunes como de costumbre volver a nuestro malandado bachillerato, con esa saludable y simpática inconsistencia que solo puede tener la adolescencia, como que más tarde mantenerla será una verdadera incursión en lo más patético de la conducta humana, el oprobio. Es decir, “no sea grandulón, hombre, compórtese, que ya no es un niño”.
Spinetta pasó de cantarle a Ana, que nunca duerme, a Ludmila, que andá a saber si está despierta.
“No importa si no entendés a Spinetta, lo importante es que lo disfrutes”.
No estoy tan seguro de eso. Cuando a mí un tipo me dice algo, quiero entenderlo, para disfrutar ya tengo el canto de los pájaros.
Spinetta admitía públicamente que él no cantaba a su auditorio en un lenguaje llano, sino en todo caso proponía una deconstrucción de un lenguaje más o menos consensuado, que activamente entonces el escucha debía resignificar. Es decir, el tipo te ponía a pensar.
Uno puede agradecerle a Spinetta el ponerse en lugar de ser ese disparador de pensamientos, o agradecerle por lo contrario que no se pusiera a clavarnos verdades como puñales. Es decir, el tipo te daba dos posibilidades: Ponete a pensar o quedate bailando como un boludo con los duendes de lata.
No eran duendes traicioneros los suyos, de cualquier modo; no era un Papa Pitufo que de pronto se convirtiera en Chuky.


¿Había que ponerle al Che una campera de cuero?
Desde la popularización de Internet, si no antes, las aceleraciones históricas han venido ocurriendo, siguen ocurriendo, a una velocidad pasmosa.
Al respecto solo podés zafar si te soltás de lo contingente, de lo coyuntural, y te aferrás al clasicismo (porque lo que es “in” ahora será “out” dentro de un rato), y hablo de clasicismo no como cosa vieja que sigue siendo “cool”, sino de clasicismo como sinónimo de permanente, lo que trasciende pasado y presente y se proyecta hacia el futuro. Beethoven es un clásico, hagan sus propias analogías.
Hay que tener agallas para ponerse a separar la paja del trigo y decirle adiós a estructuras de pensamiento y de comportamiento que nos han servido, pero que ahora pesan como armaduras oxidadas (y el que vea una referencia al tocayo pescador, que se vaya un poquitito al carajo).
Quiero decir, los anarquistas de hoy son como los ateos, también de hoy, que putean contra Dios pero llega Navidad y arman el arbolito. Los anarquistas de hoy pagan impuestos, se meten en hipotecas, van a ver The Wall en River pagando con Ticketeck.
De yapa, para quienes dudan aún de la realeza de mi nombre, y de paso, de mi genuina ciudadanía españolita, lo que sigue es para que la tengan bien adentro.


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