El espectador de hoy y el artista

Artistas y espectadores conforman al hecho artístico en un juego recíproco, donde cuentan las buenas intenciones y el buen gusto. 

Cuando un espectador se aviene a experimentar un hecho artístico, se cierra un vínculo previsto conscientemente desde el principio de la obra, entre él y el autor. Entre ambos hay un acuerdo tácito, previo a la concreción de su encuentro, por decirlo de otro modo. El espectador pondrá de su tiempo y esfuerzo en virtud de la obra, mientras que el autor se compromete a conmoverlo, a educarlo, a informarle o entretenerlo, cuando menos a divertirlo. Si cualquiera de los dos falta a estas formas, se deshace el vínculo.
Si en una novela policial el lector lee solamente los tres primeros capítulos y los tres finales, sabrá antes seguramente quién ha sido el homicida, pero habrá faltado al juego propuesto del autor, de develar el enigma. Si por el contrario, al acabar de leer la obra de manera legítima, el lector se encuentra con que la misma no lo ha conmovido, ni educado ni informado, ni entretenido, entonces tenemos un problema mucho más grave.

La teoría de la comunicación

 

Hoy por hoy se reelabora la idea clásica de un papel completamente pasivo de parte del espectador. Los estudiosos de la comunicación dicen que en la relación autor-espectador ambos construyen de la propuesta o la comprensión a la realidad del hecho artístico. Sin entrar en polémica de cuánto de verdad hay en esto, seguramente sí es más activa la participación del espectador, en que él pone muchas más expectativas que el autor, en lo que producirá el vínculo, puesto que para éste aquel le será completamente anónimo, mientras que no se produce lo mismo a la inversa. El lector sabe a quién leerá, el autor no sabe quién le va a leer, indudablemente.
Por participativo que pueda considerarse el papel del espectador en este vínculo, no deja de ser más pasivo que el del propio autor. Pues el lector debe someterse a las reglas de juego que plantea el autor, si la trama tratara de una realidad hipotética o futurista, por ejemplo, si fuera del todo fantástica, etc. Si todo el mundo se obstinara en que los viajes a través del tiempo son imposibles o improbables, por ejemplo, el libro del gran H. G. Wells no tendría razón de ser, y por cuestiones similares, más de la mitad de la biblioteca universal tampoco. Se conviene en la hipótesis planteada por Wells, por continuar con el mismo ejemplo, para poder avenirnos a su juego.

Juegos macabros

 

Ahora bien, esta cuestión hace que la posición del autor en lo que al vínculo cerrado escritor-lector refiere, se vuelva bastante impune. El lector está aceptando subir a un coche que no le pertenece, que no manejará, del que no conoce sus características, e igualmente no conoce las intenciones del conductor respecto de la velocidad (de lectura, de nivel de compresión), ni de cuál será el destino final del viaje, ni por cuáles paisajes atravesará. El lector confía, simplemente.
Al margen de que quizás el espectador haya pagado un precio de tapa del libro, o las entradas al cine o teatro, o a la exhibición de pinturas, cuando menos existe el riesgo de estafa moral en la relación autor-espectador, siempre del primero hacia el segundo, por ese rasgo de impunidad al que se refiere.
No incluiremos los casos en que un espectador pueda verse ofendido en sus prejuicios, dadas las cosas que explícitamente se digan en una obra, o el tenor general de su contenido. Se señala ahora exclusivamente a la verosimilitud de la propuesta y al juego de intenciones (buenas o malas) que se plantean en todo hecho artístico. Si la intención de un creador es meramente hacer sentir asco a sus espectadores, y para ello incurre en todo tipo de efectismos que conducen al asco, eso se entenderá no es arte, aunque el público estuviera advertido de tales procedimientos. No es arte si meramente se apunta a la parte instintiva y más refleja del ser.

De los siete pecados capitales y los conductores de taxis

 

Para finalizar, se intentará exponer un ejemplo, que no obstante el lector de este artículo deberá experimentar para confirmar por sí mismo la veracidad de lo que aquí se observe.
Existen dos películas, Taxi Driver (1976), de Martin Scorsese, y Seven (conocida como Los Siete Pecados Capitales) (1995), de David Fincher. Ambas obras tienen un tópico común, la historia respectiva de un par de psicópatas, que para el final de cada historia consumarán sus atrocidades, con total impunidad.
Pero hay una diferencia radical entre ambas propuestas, que tiene que ver con la intencionalidad con que cada uno de los realizadores ha cargado a su película particular.
Tal diferencia radica en que el director de Taxi Driver no deja de acompañar nunca al espectador en lo que está presenciando. Hay en la cámara, en el enfoque, quizás en la música incidental del filme, una mirada tan horrorizada de lo que está mostrando como la de aquel que meramente ve, mientras que el director de Los Siete Pecados… de pronto se va de la obra, deja solo al espectador en la impotencia del horror y de la angustia, casi con fidelidad periodística. Y ahí está la diferencia. No hay arte en el periodismo.
Desde ya que hablar de las “intencionalidades” de un autor nos pone en una situación del todo subjetiva, pero, volviendo a la teoría de la ciencia de la Comunicación, estamos advertidos que debe aprenderse y reaprenderse el hecho de leer cada discurso respectivo, aún, atendiendo a la intencionalidad característica de cada fuente, respecto de sus propias necesidades.

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